Mª Teresa Pérez Giménez
Toda empresa implica la existencia de un conjunto organizado de medios de distinta índole o naturaleza; medios personales, materiales o inmateriales que se destinan a la producción de bienes o servicios para el mercado de manera planificada y dirigida a la consecución de un objetivo de acuerdo con un plan racional; actividad ésta que se realiza de manera profesional, de forma continuada y duradera y con ánimo de lucro (1).
Es obvio que esta organización carecería de sentido y no podría participar en el mercado ni en el tráfico jurídico si no estuviera vinculada a una persona concreta, el empresario, persona física o jurídica en nombre de la cual se desarrolla profesionalmente esa actividad económica, siendo ella la titular y ejerciente de los derechos y obligaciones que le corresponden.
El empresario es, en definitiva, el titular de la empresa y es imprescindible para ella, si bien es cierto que ésta tiene autonomía respecto de aquél, pues puede ser objeto de transmisión y cambio en su titularidad, siendo frecuentes los supuestos de empresas que creadas inicialmente de forma individual han tenido posterior desarrollo y continuidad en el ámbito familiar dando lugar a la consolidación de patrimonios familiares-empresariales de gran importancia, pues este carácter familiar les imprime un sello que los consumidores interpretan como sinónimo de productos más fiables y una organización con un ambiente de trabajo superior (2).
Hablar de empresa familiar implica necesariamente relacionar los conceptos de empresa y familia y entender como tal a aquélla cuyo capital pertenece a un grupo de personas unidas por vínculo matrimonial y de parentesco que además intervienen directa y activamente en la dirección y gestión de la misma con vocación de permanencia y continuidad.
Estas especiales características son las que al configurar el concepto y la propia existencia de las empresas familiares, les hacen soportar una especial y peculiar problemática intrínsecamente relacionada con el ser de la propia familia, problemática que podemos agrupar en tres grandes bloques.
De un lado, los problemas coyunturales propios de cualquier tipo de empresa, según el sector al que se dedique y en función del momento determinado al que se esté haciendo referencia, y, en concreto, por razón de su estructura organizativa; su gestión y control; competitividad; crecimiento y desarrollo; en definitiva, dificultades que se pueden plantear en cualquier tipo de organización y, por tanto, también, en las empresas familares.
De otro lado, los dilemas de carácter sucesorio, pues plantea importantes rompecabezas la transmisión de la empresa vinculada al cambio generacional ya que suelen existir grupos contrapuestos de intereses entre los propios sucesores que obstaculizan e incluso pueden impedir su relevo pacífico. En esta materia, la empresa familiar debe afrontar una doble cuestión: por una parte, el reemplazo del líder y, por otra, la transmisión de la propiedad.
En último lugar y no menos importantes, los conflictos de índole emocional, base de la mayoría de contratiempos a los que se enfrenta la empresa familiar y que obligan a una gestión de las emociones para la que no siempre están preparados los que forman parte de la misma al no encontrar o identificar la línea que separa la empresa de la familia, conceptos que se confunden y de igual modo ocurre con los patrimonios empresarial y familiar; también por no asumir convenientemente el reto de la cualificación profesional como exigencia para una mayor competitividad y continuidad del proyecto empresarial; el liderazgo no definido o no asumido por los miembros de una misma generación; la frustración y desmotivación del fundador o de las nuevas generaciones y, en definitiva, las dificultades para una comunicación fluida y eficaz.
Hay que gestionar la empresa, pero si esta es familiar también hay que administrar convenientemente las relaciones familiares; así, la relación torpe entre los padres y los hijos y la rivalidad entre los hermanos pueden ejercer una influencia perversa en el manejo de la empresa y en la toma de decisiones.
Por ello, considero que el acercamiento, el estudio, la comprensión y profundización en todos estos factores de índole psicológica puede convertirse en un paso determinante para intentar limitar y minimizar las consecuencias perniciosas que pueden provocar las fuentes de conflicto apuntadas. La familia empresaria debe ser consciente de que los conceptos familia y empresa se desarrollan bajo pautas muy diferentes que es preciso conocer. El primero incluye una amalgama indefinida e infinita de emociones que le afectan irremediablemente y que, en un momento concreto, pueden llegar a paralizar el trabajo conjunto, minando el empuje que necesita la empresa, su vitalidad y energía. El segundo, sin embargo, es todo lo contrario, pues normalmente implica una actividad objetiva, con un plan previo perfectamente estudiado y organizado y preso de una planificación para la consecución de unos objetivos. En este segundo ámbito, las emociones tienen escasa cabida.
La familia empresaria puede tener actitudes diversas ante los conflictos que pueden recorrer un amplio camino, desde eludirlos, acomodarse a ellos, en ocasiones confrontar posturas, cederlos a un tercero para su resolución y por qué no, gestionarlos positivamente para intentar satisfacer los intereses de todos los implicados, preservando las relaciones personales y familiares.
Y es, a mi juicio, en este ámbito, donde la mediación como medida para prevenir y gestionar esos conflictos puede tener una importancia evidente al crear espacios de comunicación que permitan a la familia mantener conversaciones sobre temas complicados y resolver favorablemente los mismos; pues la red de emociones y valores compartidos al tiempo que proporciona solidaridad y fortaleza es también un foco de debilidad importante.
Así, entiendo que el mediador es un comunicador y un traductor por excelencia, que debe interceder entre las partes que tienen posiciones encontradas frente a un mismo hecho, liderarlas y guiarlas hacia un acuerdo o entendimiento común (3) y, por ello, les ayudará a gestionar las emociones referidas, sin interferencias propias, sin valoraciones personales; para ello, estará responsabilizado del procedimiento de mediación y, por ello, del proceso comunicativo de sus clientes, la familia empresaria, creando y estableciendo confianza entre ellos y en el proceso, lo que generará armonía y un clima favorable a cualquier tipo de conclusión acordada por ellos.
Quien medie debe gestionar y liderar la comunicación, reconduciendo las posiciones de cada uno de los mediados, siendo consciente de que su actuación está intrínsecamente relacionada con sus sentimientos y emociones, por lo que de su adecuada gestión dependerá la redefinición de sus problemas y la consecución de posibles soluciones, garantizando al mismo tiempo el entendimiento de los mismos y su compromiso con los acuerdos que se adopten.
(1) Bercovitz Rodríguez-Cano, Alberto. Apuntes de Derecho Mercantil. Navarra, 2006, pag. 179.
(2) Vélaz Negueruela, José Luis. Especial problemática de la empresa familiar. Actualidad Jurídica Aranzadi, Pamplona, 2005, pag. 1.
(3) Vázquez Flaquer, Andrés. “La comunicación en la mediación”. Materiales del III Curso de Experto en mediación familiar, civil y mercantil y en conflictos en organizaciones complejas. UNIA, 2015, pag. 4
Para más información, pueden contactar con Teresa Pérez en tperez@ujaen.es